martes, 3 de agosto de 2010

Con frío y sospechas

Después de hablar contigo, quedo con frío y sospechas. Inclusive antes de hacerlo. No importa la hora del día, ni la manera. Quedo con frío y sospechas. Tu abrazo tibio me llena de sospechas. Tu adiós me llena de frío; se enfría mi piel y particularmente aquí dentro donde se dan los temblores y los escalofríos, aquí dentro donde se sienten los adioses y los hasta-luego. Con frío y sospechas recibo tus palabras y el silencio entre ellas. No tiene magnitud el silencio. Pero la magnitud del frío me hace sospechar de tu abrazo.
Veo el frío y me queda esta sospecha incierta, inviable, increíble; la sospecha es fría y el frío me hace sospechar de lo que hablo contigo, de lo que te digo, de la certeza, porque supongo que la verdad es un poco cálida, que lo cierto tiene el color de tus ojos que ahora preciso. Y esas palabras que traes ahora en tu boca, que resultan ya dulces, que resultan sinsabores, síncopas; ya no es el antiguo silencio de la noche enmohecida y enrarecida, sino el síndrome de la síncopa, que abrevia la tarde y el té del tren. La mano no cruza el abismo pequeño engendrado en la calle fría, por el contrario, se mantiene ausente y deshace el ahí en pequeñas palabras que se balancean en la lluvia de la noche.
Describo el límite injusto, la mediación de la tibieza, y el oscuro del romance. Describo el punto del alcance, la pobreza y el gusto rápido por tu chaqueta negra. Quizá no notes que te estoy mirando. Mejor que creas en mi desinterés y en mi sombra. Mi voz no te mira ni te deja de mirar, como miran las voces profundas, livianamente. Olíamos el canto rojo que olió entonces a moras y maracuyá. Hablamos del origen de la poesía, de la causa profunda, del último y el único fin; para abrazarte y saber que después quedaría con frío y sospechas.

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