lunes, 18 de enero de 2010

Medianoche

Es medianoche nuevamente y tu recuerdo se cuela por cada espacio en mi alrededor, porque las horas reconocen tu presencia ausente de aquellas veces en las que tus párpados marcaban cada hora cerca de los míos. Pero medir el tiempo es algo que se hace desde siempre. No se puede medir el cariño, por ejemplo, y sólo sabemos de él por el tiempo. Esta medianoche en la que escribo quisiera tenerte cerca. Ya sabes que la cercanía es relativa, pero la lejanía también. Nos alejamos en el tiempo y en el cariño. Cuánto me quieres ahora y cuánto me puedes querer. La simple pregunta rompe la promesa del silencio. Pienso que no me quisiste sino que te parecía que me querías. Pienso en quién dio el último paso hacia el primer beso y trato de saber en qué pensaba cuando permití que me dieras el último beso como si fuera el beso de la muerte.

Sin duda, algunas cosas murieron y su muerte convenció a la historia de que las cosas tenían que ser de esa manera. De que era mejor este estado oscuro, silencioso, frío, distante, ausente, sin tu olor, fue convencido mi corazón. Acaso el espíritu de eso que no existió entre nosotros pueda asustarnos y recomponer la primavera. Pero no la entendería, de hecho, todo lo que entendí por esas fechas, ahora me resulta inentendible, como si lo hubieran escrito los espejos y no los dactilares. Tú que reinventaste el tiempo tal vez podrías contarme qué era lo que ocurría en aquellos días de noviembre. No reinventaste el amor y de eso fueron testigos la humilde noche y la triste luna, distante pero asombrosa. No era una forma de deber ni era una estrella, apenas parecía una sonrisa morena y joven.

Te supe del color azul y de la forma en rombo de los asuntos pendientes, cuyo color plata me sirvió de bandera para la pequeña lucha, para la gran batallita. Hablo de la media noche porque me parece ahora insensata. Cuanto placer produjo en la palabra y el silencio. La filosofía no habla del silencio pero el silencio sí, tal vez, habla de la filosofía. Y el silencio habla de los filósofos que callan con quién sabe cuántas intenciones de trastocar la demencia y la danza nueva. Recuerda que entonces no construimos una casa sino que nos quedamos viendo el caballo rocinante cuya lógica difusa le permitía galopar. Recordé ese muñequito en una feria, no era igual, no era estrella de cine y tú no lo estabas viendo. Pensé en comprarlo, para dártelo, después pensé que no te lo daría sino que lo rompería como símbolo de que ya no nos une nada. Después pensé que tal vez eso te traería galopando la memoria que perdiste, esa que era tan dulce que no podía ser racional, y entonces no contemplaría al templado extranjero como una víctima, sino como un invitado más a la fiesta que empezó luego de su partida. Mientras tanto este pegásico pedazo de pasta ya no me pareció tan rocinante y lo abandoné, práctica que aprendí con el ejemplo.

Me abandonaste, aun cuando esas dos palabras no digan nada, me sentí como una casa lejana por donde ya nadie pasa, salvo el tiempo, como el camino que desaparece porque re-descubrieron los atajos, las cosas fáciles, las interpretaciones al medio día y no a la media noche y también medio dormidos. Siempre nadie prefiere lo difícil, y en ese siempre me di cuenta de que vivía un nunca solitario que no acabo de entender. Será tan horrible la verdad que preferiremos que se vista siempre con su velo falaz. Me abandoné también a tus ojos, y en ese caso, un poco más grave que el de ser abandonado dije que ya no podía saltar. Recogí la medianoche, helada por cierto, temblorosa de sí y de mí, y la llevé a tu lado para que te dijera qué había pasado durante el abandono. Que la noche no sabía llorar, me enteré. Que el llanto no había aprendido a caminar, ni a bailar y que por tanto no salía de casa. La tristeza, por su parte en unas regiones era cosechada y servía de alimento para el alma; en otras regiones era perseguida por hechicería e infantería.

Entonces hablaron y quedó claro que todo era un problema de seguridad. Pero sí mi seguridad proviene de mis zapatos. Cuando ellos van y vienen y nadie se da cuenta entonces soy seguro. Por esos días los zapatos apenas se estaban inventando, las vacas aun no prestaban su piel, y por eso creo que ella, con sus ojos, se dijo mentiras para tratar de convencerme de la ausencia.
Si la poesía no se hubiera escondido tantos días, tal vez ni siquiera tendría esta medianoche para escribir, sino para vivir.

martes, 12 de enero de 2010

De la ironía o de la mañana

Luego de esperarte mucho tiempo llegaste para decir que no habría más mañanas. Que el amanecer quedaba en una especie de prohibición y que la historia probablemente no sería más que ilustración. ¿Qué tan cerca están el amor y la revolución? y ¿qué tan cerca estábamos en ese entonces del amor y la revolución? ¿De qué manera se ama la revolución? ¿Qué ha dicho la revolución sobre el amor?

No dijimos nada al respecto. Tan sólo dije que te prefería por una serie de ideas más que por una serie de realidades. Qué importan las realidades si ahora importan las ideas. La madrugada no conocía todas tus ideas, así como yo tampoco conocía todas tus realidades. Bastaba una sola disimetría entre un mundo y los demás para que el horizonte se destiñera. ¿Cuán difíciles fueron las nuevas palabras entonces? No hubo una manera de prefigurarlas de acuerdo al amor ni de acuerdo a la revolución. Era claro que el amor no debía destruir la revolución y tal vez lo hizo. Pero la revolución también destruyó o aplazó el amor. Ya no lo quiso en la mañana. Ya no quiso ahora ser revolución ni ser amor, ni amar ni revolucionar.

No alcanzó el tiempo que me diste para hacer una propuesta seria. La esperanza era insuficiente y con ella no podía cultivarse nada. Aun si pudiera cultivarse algo, quienes se alimentaran de lo cultivado se morirían de hambre. La madrugada murió de hambre. Mi memoria se fue ahogando poco a poco en la esperanza y la esperanza se marchó con el último crepúsculo de la tarde que no viniste y te estaba esperando. Decidí un día no esperar más y entonces lo supiste. Cuanto he deseado desde entonces esa ignorancia, pero la ignorancia no regresa, así como no regresa la inocencia y como no regresa la necesidad de saber después de haber sabido.

Puede ser cierto que el amor y la revolución no nos necesiten, o nos necesiten juntos. Puede que no haya nunca ni lo uno ni lo otro por tu huída y mi renuncia a buscarte. Huiste. Pero está bien que hayas huido por una razón. Tal vez estas palabras necesitaban tu ausencia para existir, para nacer. Ahora que nacen mueren en el papel. Mueren por ti, demuestran la muerte que merecen para liberar al autor. Quizá baste una palabra tuya para revivirlas o quizá mueran otra vez. Después de que te fuiste ya no hubo amanecer sino ironía.

sábado, 9 de enero de 2010

Pienso que bailas

El día que re-leas esta carta, un día lejano, no si la lees hoy o mañana nuevamente, sino otro día del futuro, sabrás por qué te quiero hoy. No se puede decir simplemente: “te quiero por ésta y aquellas razones”. Cuan sencillo sería el mundo si pudiera decirte que te quiero porque estás viva y eso es garantía de que el mundo no sea un lugar aborrecible. Cuan sencillas serían las cosas si pudiera quererte simplemente sin escribirte cosas, bueno, palabras, cada entonces, como lo hacen muchas personas que apenas usan las palabras en ocasiones especiales. Pero este no es un amor sencillo. No es sencillo porque no eres sencilla ni yo lo soy. Tengo un millón de nudos que se anudan y se desanudan y vuelven a anudarse, y aunque eso es sencillo trato de poner acá, en palabras más palabras menos, lo que hará que releas esta carta en un año y en mil años.
Te quiero porque encuentro una línea de arte que pasa por tu cuerpo. Y esto puede decirse de todas las mujeres que danzan, pero lo digo sólo de ti aún si haberte visto bailar no significa que entienda todo esto. Vives el arte en cada parte de tu cuerpo y eso te hace parte del arte pues un brazo y un pie pueden deshacer el mundo y reinterpretarlo. Pienso que bailas y que el mundo cambia por ello, que nada sigue igual en el universo después de cada acto, después de cada paso, y que cada paso te acerca más al arte, pese a que cada paso es ya, en sí, también, un poco de arte. Eres como la danza cuando pienso que bailas. La emoción del movimiento y el moverse confluyen en tu piel. Pero no te quiero como una obra de arte, porque eres la artista, la artista que deviene arte a través de sus pasos. Y pienso que bailas y no sólo eso, sino que ese espíritu de arte permanece en tu caminar cotidiano. Pienso que ya incorporado el arte en tu sangre cada cosa que se mueve junto a ti se inspira de estética danzante, y se mueve como si les dieras vida. Y esto que me ha pasado no ha sido más que uno de tus pasos, y apenas lo comprendo.
Cuando bailas no sólo hay movimiento sino principalmente lenguaje, un lenguaje que no es capaz de articularse en palabras, y he ahí la dificultad de opinar sobre lo que expresas, pues viene desde tu cuerpo una imagen, como si fuera tu alma la que enviara un mensaje en cada movimiento que sólo se puede sentir, que sólo puede emocionarnos, movernos, pero que nos impide describir su esencia efímera. Cuando bailas se acaba mi capacidad interpretativa. Empieza a suspenderse y se suspende mi capacidad explicativa. Y esto porque el baile es anterior, es primero antropológicamente, nos dice que el cuerpo humano está diseñado gracias a estos patrones estéticos. Y la poesía no te alcanza. Las palabras apenas se te acercan y no alcanzan a tocarte porque salen contagiadas de la poesía de tu baile.

“El amor es bailar” dijo un cantante. Eres entonces como el amor. El amor se comporta como el arte. Pero al amar entonces te encuentro diferente y pienso que bailas. ¿Amas al bailar?, o ¿se equivocó ese cantante? Pienso que bailas pero que a veces eso no tiene nada que ver con el amor. Pienso que amas y que a veces eso no tiene que ver con el baile. Esta carta tiene la clara intención de que la releas, me pregunto si hay algo en ella que valga la pena de que la releas en diez o cien años. Salvo estas palabras incómodas, porque imagino tu sensación al leerlas no hay nada más acá.

Y bueno, no resulta sencillo decir que te quiero por ésta y aquellas razones. Pues si te quiero porque bailas, sería como un ciego, hay miles que bailan, y tal vez de algunas mujeres se puedan decir cosas parecidas. Entonces tengo que decir cuáles son aquellas razones por las que te quiero aunque no sea tan sencillo. El mundo no es un lugar aborrecible desde que tú bailas. Pero el mundo no es una buena razón para quererte. Te quiero por ejemplo porque puedo acompañarte, desde la calle hasta tu casa, desde la casa hasta tu calle, desde anoche hasta hoy y desde esta tarde hasta esta noche. Te quiero por ejemplo por tu sonrisa y tu mirada, por tu estupor y tu fuerza, porque tu belleza vivió conmigo, respiró junto a mí, tomó café y se fue. Te quiero sin ejemplo, porque pese a todas las razones para no quererte, para no entenderte, para olvidarte, para saber que no me haces falta, de vez en cuando una fuerza me obliga a escribirte cosas como ésta. Parece que te quiero, pero sólo lo escribo, y pienso que bailas.

He venido hasta aquí

He venido hasta aquí, un poco enamorado de tu voz y de tus palabras, que a veces son bastante buenas para la ansiedad y la soledad. Por escasas y breves, porque encuentro en ellas una ternura que no es fácil de encontrar en el universo de los que caminan y se detienen. Porque refrescan y animan al caminante o al transeúnte que está a este lado de la hoja. Porque recrean el mundo con una paciencia breve pero eterna. Pero vengo es tras tu voz, no sé que vayas a decir hoy, ni que dijiste ayer porque las palabras un poco pasan pero la voz permanece y este es mi alivio. No hay problema en que no me digas nada, pero déjame oírte por una nueva vez. Vengo desde tan lejos, porque tu voz brillaba en la oscuridad de mi ciudad distante y fría, pero escasa y apartada y descubría en esa lejura tu mirada. Usa frases largas esta vez; no permitas que un ápice de silencio se interponga entre tus palabras, pues puede perderse todo encanto fugaz de la jaula que nos provee la luna. Un murmullo esta vez, pues extraño la historia última y pronta del amanecer, en medio del sueño, que no permite distinguir cuanto no dormimos y cuanto permanecimos despiertos.

Algunas cosas

Hay algunas cosas que definitivamente no vuelven a estar juntas pese a reencontrarse. En el principio cuando sólo existía el mar y la oscuridad, no valía la pena decir qué es cada cosa. Pero apareció la tierra en el corazón y se hizo la luz. Y entonces se separó el mar y la noche, en el rincón silencioso y nostálgico de los atardeceres que hacen doler el alma y hasta los huesos, de la luz y la tierra. Y los primeros quedaron destinados a una cosa y los segundos a otra. Y aunque la luz se encuentre con la noche en el filo del mar, y aunque la tierra se encuentre con el mar en el filo de los crepúsculos, una decisión ha sido tomada, nunca volverán a estar juntos aunque paseen por miles de kilómetros de playa y durante miles de anocheceres y amaneceres. La primavera y el otoño por ejemplo, siempre cerca, siempre visitan el mismo territorio, siempre dejan marcas para que el otro las vea, pero nunca más juntos, tan separados que ya nadie cree que alguna vez estuvieron juntos.

Esta es la última parte de una correspondencia. Quien escribe una carta o deshace un pedazo de papel para convertirlo en mensaje ya nunca volverá a estar con las palabras que escribe así se reencuentre con ellas para leerlas. En este caso triste se toma una decisión cruel como sólo pocas cosas en la luz, se expresa una condición: si hay más palabras entre nosotros esas palabras no dirán nada.

Frente al fuego

Ahora mismo, frente al fuego que encendimos acá lejos de ti, hablo al fuego como si a través de él pudiera hablar a tu alma. Quienes acá se reconocen abrazados ante el fuego como si nada más faltara entre ellos y la presencia rojiza y cálida sobre su rostro, me invitan a enviar mi mensaje a través del fuego. Y si el fuego llevara mi mensaje hasta tu sueño o tu silencio, entonces adoraría su danza roja y amarilla sobre la madera, encendería hogueras en cada esquina como celebración de esta victoria sobre el frío y la ausencia, enviándote un último mensaje antes de encender todo este lugar y consumirme en el mensajero. Nada de esta tibieza se parece a tus palabras. Nada de esta tibieza se parece a la de tus brazos. Pero la manera en la que se ocultan los rostros tras las disminuciones de la luz me recuerda la manera en que encontraba tus ojos mirándome entre la noche.

Es preciso que te olvide

No creo que haya caminos sin fin, ni creo por tanto que la ausencia permanezca en el último paso. Hablo de ausencia, pero no sé si soy ausente en algún lugar, y me refiero a la ausente como si fuera un objeto que desencaja en todo lugar, menos acá, donde no puedo verla. Pero el ausente no sabe de su ausencia y por lo mismo la ausencia no sabe que es ausencia. Y dije que tú corazón es un camino y que nadie se apodera de los caminos, mucho menos cuando desconoce su razón y su sentido. Y ahora pienso que la condena estaba escrita en la llave que abrió la puerta: ¡“hay una razón por la que nadie se apodera de tu corazón”!.

Es justo entonces que no hable de la ausencia, pues si el ausente desconoce su ausencia, no es justo que te llame ausente, sino presente, y la presencia no se puede desconocer. Pero al llamarte presente, lo hago en dos sentidos contradictorios, por una parte te digo que estás aún en ese lugar que te obsequiaba en la carta, y ahí de alguna manera, estás presente. Pero aquí donde estoy no lo eres, y como ya no puedo llamarte ausente, te pareces al pasado, porque no eres presente. Acá coincido con aquellos que dicen que todo pasado fue mejor tiempo, lo cual es algo que no se puede decir en público, pues el mejor tiempo es aquél en el que estás tú.

Pero no estás, ni tu recuerdo está firme hoy, sólo están estas palabras “estuviste” “fuiste” “viniste”, que cualquiera, aún alguien que no sepa qué quieren decir, puede pronunciar. Sólo adoptan un poco de sentido en este momento, en el que se pronuncian para invitar el recuerdo, que también se reduce a palabras memorizadas, que si son pronunciadas por otras personas ya no tienen nada que decir, adquieren un mutismo. Palabras como “que bueno que viniste”, “que lindo que estuviste ahí”, no dicen nada, no tienen contenido cuando el camino se ha detenido y los pasos siguen dándose. “Eres una persona muy bonita” trastorna la hora en la que la noche decide detenerse. No hay nada en esta frase, puede decirse por decirse. Pemebés hay por todas partes, salvo que si llamamos pemebé a alguien que no tiene su camino cargado de razones, no tendremos que asumir consecuencia alguna y sólo será un curioso nombre para un curioso instante.

Pero el día que tu presente en el segundo sentido me llamó pemebé, mi mundo tomó un orden universal diferente. Digamos que se reconfiguró. Y entonces toda búsqueda anterior, todo camino recorrido, todo espacio pendiente de razón o de sentido, adquirió un tono tolerable, blando, ajustado, como algunas cosas cuando cambian de la vida a la muerte o de la muerte a la vida. Aún, no he dicho por qué es preciso que te olvide. Tal vez no sea preciso, tal vez sea inexacto, impreciso. Es impreciso que te olvide, es inexacto que lo haga, es injusto, porque al igual que con la ausencia, quien es olvidado no sabe que lo ha sido, y quien olvida en mi caso es quien sufre la condena. Pero no se sabe qué es peor, si la ausencia o el olvido. El olvido desharía la ausencia en partecitas, pues mientras haya ausencia hay recuerdo, y ahora sólo recuerdo tu ausencia, el día que prometiste que volverías y no volviste, la tarde en la que oscureció en mi alma y la noche de junio en la que tu voz distante iluminó tanto que no pude dormir.

“Es preciso que te olvide” es una frase que dice, que el olvido es una precisión. Un ajuste de los recuerdos. Un recorte más en esta época de recortes. Dice que hay que renegociar la memoria. Que se puede obtener un poco de paz, si se entrega esta bandera de un mundo alegre y sencillo. Si se destruye la carta mágica se obtendrá un pasado tranquilo, uno que no existió pero que dejaría dormir a los habitantes del futuro. El olvido es una precisión y no soy preciso, más bien impreciso, por aquello de mis problemas con el equilibrio, de mis relaciones con la innecesidad. Este cariño ha sido una cosa meramente innecesaria. Cuantos mundos posibles pueden pensarse sin este cariño. El mundo más extraño sería aquél donde somos enemigos en una guerra. Pero el mundo más triste es aquél en el que no nos conocemos. Y el olvido se me parece a ese mundo. Y tú pareces forzarlo. Fuerzas ese mundo para que poco a poco se apodere de éste que puedo ver y doler.

Espero que esta carta llegue pronto a tus manos, a tus ojos, a tu corazón, si es que estas palabras dicen algo. Para que veas que te olvido cada tarde, para que el amanecer en su olor a nuevo te traiga y seas toda nueva y no recuerde nada, sino tu inmediata presencia. Es una pena todo este silencio, aunque el silencio alimenta el cariño en este caso. Es preciso que te olvide como si se pudiera pedirle favores a la memoria, como si pudiéramos escoger qué recordar.
Pero hay una razón de dolor. ¿Para qué quiere ver el enamorado a su amada? ¿para qué la llama?
¿Para qué quiere oírla? La condición es no recurrir a la memoria, pensar que no hay pasado. Por eso es preciso que te olvide. Para poder volver a verte como antes, como en el principio, cuando eras una extraña que vestía de azul. Cuando eras una conocida de quien no recordaba el nombre. Cuando pronunciar tu nombre era como pronunciar cualquier palabra. Cuando aún era posible hablar por la mera intención de hablar. Cuando no existían cartas mágicas ni otras cosas mágicas. Cuando la magia no nos correspondía. Cuando el silencio antiguo habitaba entre nosotros, y era dulce. Cuando podíamos mentir sin consecuencias. Cuando podíamos pensar.

Los temores

Los temores que expresé ante tu mirada dadora de esperanza se han confirmado. No existía libertad en tu corazón para que pudieras quererme. Tampoco existía tu voluntad para esos afanes. Pero el mensaje era ambiguo. Cómo esperaba contar contigo sin haber encontrado el sentido de mi vida. Cómo esperaba encontrar el sentido de mi vida sin contar contigo. Era preciso saber caminar antes de tomar cualquier camino. Y el camino in-transitado de tu corazón fue un camino exigente en el que no se podía llevar la inseguridad ni la infelicidad, pensando que el camino establecería una segura felicidad. Era preciso también saber que no se podía permanecer mucho tiempo en el camino, que el camino era sólo para ser visto. Aún más necesario era saber que al tomarlo no sería el camino indicado.

Saber que los pulmones se inflan de más que aire y que aquellos temores son ciertos. Ésos, que venían a despedazar la luna y las rodillas y a restablecer el silencio, a medir la distancia entre tu cabeza y tu corazón, entre tus principios y tus fines. Esos temores que parecían señores, que venían a hacer justicia frente al caso del silencio fallecido por cuestiones de sentido. Al indagar entonces descubrieron que había al menos un culpable, que violentando el papel y aprovechando una pregunta había destinado una lista amplia de sentimientos a asaltar un corazón de manera inesperada. A los ojos de estos temores, señores, todo parecía un delito. Y existen las pruebas.

Un temor fue confirmado al final. No es posible tomar un camino como quien toma una mujer. No es posible tomar una mujer como quien toma un camino. Un temor quedó sin confirmar. Durante millones de años el silencio pobló la distancia entre nosotros, y sólo un momento se ausentó para regresar y establecer nuevas reglas. Pero ¿volverá a marcharse o permanecerá por miles de años, aún después de que ya no vivamos?